martes, 7 de agosto de 2007

Unos Zignos

Carta del poeta José Kozer a País Imaginario
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Recordar es imaginar. Cuando algo sucede, de inmediato pasa al reino de la imprecisión. Ocurre, y lo que ocurre lo desconozco a ciencia cierta y en todas sus ramificaciones y aspectos: apenas me llega un contorno, un núcleo grueso, el suceso justo cuando acontece ya se difumina, algo ajeno a mí lo desmenuza, sigue su curso por cuenta propia. Imaginemos entonces ese mismo suceso un año más tarde. ¿Qué pasó; cómo pasó? Los mismos sujetos del suceso ya entran en el espacio de los personajes, imposible reconocerlos en su exacta, aunque siempre imprecisa, realidad. Un padre que muere, con nosotros presentes, al año, es el rostro que se nos aparece en nocturnidad, desde una fotografía enmarcada en un portarretrato que yace, estable, sobre una repisa. De modo que lo pasado, casi de inmediato, y sin duda que al rato, forma parte del amasijo de lo imaginario. Del futuro, ¿qué decir? Ni el profeta puede representarlo con exactitud; el vidente, el que posee el don de la profecía, aquél que momentáneamente ve “con claridad” el porvenir, sólo lo conoce a grandes rasgos: por ende, futuro equivale a imaginación. Y el presente, pobre, es súbdito del tiempo, su sicario y valedero: ése no es más que un gerundio, un presente de participio, movimiento en fuga, un apenas, y de inmediato, Nada.
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Escribo un poema, ¿lo imagino? En parte imagino (veo) aspectos (ráfagas) del poema: sin embargo, mayormente, las palabras imaginan por mí. Ellas ven, yo las veo. Lo que ven las palabras yo no lo veo, ya que todo el espacio mental es invadido, ocupado, por las palabras. Al escribir un poema no me da tiempo de ver lo que las palabras ven (por mí). Me atengo por ende a dos cosas: dejarlas correr, a su aire, desde su espesor o ligereza; y forzarlas un poco a un cierto encadenamiento, con base a un oficio, una experiencia de trabajo, experiencia que me trabaja desde que soy adolescente. Ahí, he de cuidar que no haya caídas, o sea, sensiblerías, esa tendencia de la que tanto gustan las palabras, en su necesidad de palabreo, de existir. Saltan del diccionario con afán ontológico, dicho en plata, tienen ganas de ser: y para ser, les da lo mismo chicha que limonada; ser frugales y escuetas, precisas y maravillosas o flojotas y sentimentaloides, hueras y engañosas, les da igual: el caso es ser. A mí, en cuanto escritor, me corresponde cuidarlas, atender a su salud, que no estropeen el texto, no lo vuelvan facilón. Ese entrejuego, con base al imaginar contenido en el lenguaje, que es un vocabulario, y al oficio aprendido, y siempre en curso de aprendizaje, es el cimiento de una escritura que más o menos se precie de seria. Así, no bajar la guardia cada vez que nos asalta el estro, es lo que el poeta debe hacer: con verdad, con tesón, y por qué no, con eficacia. Si se pregunta, pero ¿qué es verdad?, o ¿en qué consiste la eficacia?, se puede aducir que existe la verdad del poema, la eficacia de la colocación de las palabras que lo conforman, y eso quien escribe, en cada momento, si no va en falso, lo conoce y reconoce (intuyéndolo). Así, intuición (inmediatez) y distancia (trabajo de rectificación) es lo que le corresponde al poeta.
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Ahora bien, ¿puede la poesía constituirse en país imaginario, en el sentido de país donde cada poeta aporta su grano de sal, su peculiar irse por ahí? Tal vez. Puede ser que todos los poemas van conformando una especie de nación lateral, con sus leyes y sus guardianes, leyes y guardianes que se desean abiertos, receptivos, cual si fueran ánforas porosas que reciben, filtran, añaden al espacio, al sedimento, de esa nación. ¿Hablo de una utopía? ¿Concuerdo con Shelley cuando nos dice que el poeta es el legislador del mundo? Creo que hablo de algo práctico: si lo anterior es más o menos válido, si de acuerdo con lo susodicho todo acaba por ser imaginario, es lógico que el país donde los poemas desembocan, es un imaginario real, vivo, complejo y entremezclado, donde todo cabe, todo vale, en participación abierta. Ahí, en ese imaginario, debe existir el debate, la extremaunción lingüística, el comedimiento verbal, la fruición y la sobriedad, la embriaguez y la cordura. Un conjunto: una malla: un sustrato sedimentado por siglos de creación, retahíla de poemas, y por una actualidad que a su vez se proyecta hacia los siglos venideros desde su particular retahíla de poemas (en movimiento). Ese espacio de todos, sin categorías extremas de superioridad e inferioridad, de belleza y fealdad, de lenguaje transparente y espeso, de escuelas o individualidades demasiado entronizadas, es un espacio que, a mi juicio, implica la constitución de un mundo mejor, un mundo más interesante y maduro, menos consumista y más espiritual: mayor desde lo menor que trabaja con amor y desfachatez, menor abocado a lo mayor, que en la tendencia a lo absoluto permanece adscrito al misterio.
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Poesía: una práctica. Hacerla es hacer la práctica cotidiana del monje en su monasterio, del monje civil en su habitación urbana. Esa poesía, benéfica, madre de la salud, hija de una oscura luz y de una perplejidad (la del poeta) depende, para su transmisión (dado que la oralidad ya no es posible) de la labor editorial. Ésta, comercializada desde los albores del siglo XIX, está en las peores manos: aquéllos que deberían estar vendiendo “shmates” (palabra polaca que significa trapos) o churros, venden literatura. Está bien. Con su pan (con moco) se lo coman. Mas, la poesía, en estos momentos, en lengua castellana y portuguesa, y en América Latina, está viva. Colea. Y cómo. Me atrevo a decir, es lo más ardiente y bravo de toda la escritura continental. No vende. Es la cenicienta sempiterna de las letras. Está bien. El libro de poemas circula a su manera, vende tres ejemplares, regala diez. Y por ahí se va filtrando, que es lo que cuenta. Un best seller tiene la precariedad de un merengue a la puerta de un colegio. Un lector de poesía, no es lector, en general, perezoso ni efímero: es lector en estado continuo de permutación, un Orfeo, un Sísifo, un desorientado reorientando a cada instante cuanto lee. Ese lector es el que ha de interesar al editor de poesía.
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Estas palabras están a todas luces dirigidas a la nueva empresa que Zignos y su editor Harold Alva inician en estos días. Buena suerte, Zignos. Buena suerte, Alva (haya luz, matutina). Aporto, con permiso, y con toda deferencia, una sugerencia: sacar un libro de poesía es un riesgo económico fuerte, es en verdad un auténtico sacrificio: horas de trabajo, trabajo ingrato en un sentido crematístico; pugnas (interiores y con los miembros de la infame turba); ansiedad y a veces exasperación. Dada esta circunstancia, sugiero que, al menos, se publiquen libros de poemas con todo rigor, un rigor que debe partir del trabajo en equipo, de un consejo editorial fuerte y serio (es decir, comprometido con la poesía, desde un espacio amplio de miras) que dirima qué se ha de publicar. No sacar libros fofos y cabizbajos; por el contrario, sacar libros por los cuales apuesten editor y consejo editorial, repito, desde un rigor y un debate abierto que, aunque no deje todos los réditos deseables, al menos procura una escritura más permanente, o quizás (a veces se da en el clavo) permanente. Estamos en un momento álgido para la poesía latinoamericana, pienso que pueden haber cien poetas en este momento, de distintas generaciones, haciendo una obra que una editorial como Zignos puede (debe) acoger. ¿Por dónde empezar? Propongo que se empiece por publicar a ciertos poetas cuya obra ya más o menos se reconoce como válida dentro del ámbito actual de la poesía latinoamericana. Ahora bien, publíquese a ese poeta con la idea de que luego él (ella) mismo(a) sugiera a un poeta más joven por el que se apuesta, y sea ese poeta más reconocido(a) quien presente al menos conocido, ante el público lector. Una apuesta, un riesgo, por partida doble: la del editor y la del autor. Incluso, y no estoy seguro deba ser así, se puede hacer por países. Pongo por caso, un poeta que tiene ya una cierta proyección internacional como Raúl Zurita o Gerardo Deniz, como Carlos Germán Belli o Rafael Cadenas, como Tamara Kamenszain o Rodolfo Hinostroza, como Lorenzo García Vega o Roberto Echavarren, como Reina María Rodríguez o Soleida Ríos, pueden publicarse (libros inéditos, por favor) al alimón, en mancuerna, con un poeta de su propio país que éste escoja, a quien presente y prologue, a quien, por así decir, apapache. Con el paso de los años, esto puede cuajar en un fondo editorial muy novedoso, en cierta medida sistemático y vendible a los niveles de calle y de mundo académico, lo cual hace falta para que un proyecto editorial pueda subsistir.
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José Kozer
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José Kozer nació en La Habana en 1940. Sus padres eran emigrantes judíos provenientes de Polonia y Checoslovaquia. En 1960 marchó a Estados Unidos, donde enseñó literatura en varios colegios. Su poesía une varias tradiciones poéticas importantes, como la judía o la norteamericana; crea un mundo poético personal y a la vez preocupado por el papel del lenguaje. Ha publicado, entre otras: Este judío de números y letras, Jarrón de las abreviaturas, Antología breve, Bajo este cien, El carrillón de los muertos, Trazas del lirondo, Et mutabile y La maquinaria ilimitada.

1 comentario:

Frutilla sin crema. dijo...

Aunque no deberia comentar, ya que mis palabras no serian importantes, dejaré estos signos imaginarios de este país. He leído más sobre estas "noticias" y lo que sigue en la entrada anterior con el título " I Primer Festival..." y una dicha de compañeros y rivales puedo sentir, o creer sentir. Al escapar nos encontraremos en aquel festival sin ser más que supuestos hermanos del mundo a crear.